Desde niño soñé ser escritor. Nada se asemejó mi fantasía vocacional a la común y sobada en las mentes infantiles de entonces: que si bombero, que si futbolista, que si abogado, que si doctor (raro era decirle «médico»). Más bien imaginaba ver en alguna página periodística o en la carátula de un libro mi nombre completo, incluyendo el segundo apellido, que siempre he utilizado, pues pronto supe que tenía homónimos (ahora entiendo que lo hice también por intuición, no en forma razonada, porque eso de «Enrique Rivas Paniagua» suma ocho sílabas, la métrica genética y heredada en que se expresa casi toda nuestra versería popular).
Conservo en la memoria las ediciones de historietas que semanalmente devoré, llenas de personajes “justicieros” tipo Supermán, Batman, Flash, Flecha Verde, Linterna Verde, más sus respectivos “bandidos” de alias estrambóticos: Bizarro, Guasón, Pingüino, Acertijo. Tampoco olvido la colección Clásicos de Oro Ilustrados, impresa por la Editorial Novaro: Ben Hur, Moby Dick, La isla del tesoro, Tom Sawyer, Los tres mosqueteros; y mi favorito: Robin Hood, cuyo penúltimo capítulo, el de la pelea de Robin con un sujeto protervo, después me inspiró a escribir una de mis prosillas juveniles. ¡Ay, qué daría hoy por haber guardado aquellas tiras cómicas y aquellas joyitas de literatura (infantilizada, si queremos llamarla así) en mi biblioteca!
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Otra obra que trazó mi rumbo letrístico, aunque ya en la adolescencia, fue Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez, cuyo ejemplar (que yo mismo empasté cuando me inscribí al taller de encuadernación de la preparatoria) mantengo al alcance de la mano y del olfato en una mesita de noche. Y de ahí, hasta la fecha, me seguí a toda la escuela juanramoniana: Estío, Eternidades, Belleza, Pastorales, Sonetos espirituales, Poemas májicos y dolientes, etc. Una poesía “musical, melodiosa y vaga”, como la definió Francisco Garfias. Un lirismo personal, entrañable, intimista, pretexto para citas al estilo de “Los soles que tú verás / serán los soles ya vistos; / yo veré los soles nuevos / que sólo enciende el espíritu” y “Muy buenas tardes, aldea, / soy tu hijo Juan, el nostálgico”.
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¿Cómo no tejerme utopías escribidoras? ¿Dónde ocultar ese fervor libresco que me agita, sino poniéndolo por mi cuenta y riesgo en letra de imprenta para hacer lo que predica el famoso son de mariachi: “Negrita de mis pesares, / hojas de papel volando, / a todos diles que sí / pero no les digas cuándo”? ¿Cuándo renunciar al impulso, al obsesivo afán de verter ideas y sentimientos mediante frases encabalgadas que en vez de pedir aplausos les interesa sacudir ánimos?
En casos de esta naturaleza saco de mi libreta de aforismos que he recopilado aquel de Franz Kafka: “Necesitamos libros que nos muerdan y nos arañen. Un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado dentro de nosotros”.