¿Es creíble que el prototipo de político moderno se siente frente a su computadora una o dos horas diarias de lunes a viernes (o cuatro, cinco horas, los fines de semana), durante un par de meses, a escribir un libro? ¿Sabe qué es consultar el diccionario general y el de sinónimos, pelearse con las palabras, manejar la sintaxis, quebrarse la cabeza buscando la frase precisa, la idea clara, el ejemplo apropiado? ¿Revisa de un tirón el texto antes de mandarlo a prensas, para limpiarlo, pulirlo, detectar erratas?…
¡Incrédulo de mí! Y no planteo nada fuera de lo común en todo mortal que acepta el reto de escribir un libro (bueno, todo mortal con siquiera un barniz de solvencia, honradez, rectitud). Porque la redacción, el oficio expositivo, “no son enchílame otra”, como decimos en México. Cuantimás si el contenido de la obra es un vil disfraz vanagloriero.
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La lista de políticos y políticas de, digamos, medio siglo a la fecha, cuya supuesta autoría aparece en la portada de un volumen, rebasaría el espacio disponible en este artículo. Me refiero a quienes publican bazofias, o sea, a la (¿casi?) totalidad de ellos. ¡Qué abismo de diferencia con casos históricos de literatos-políticos congruentes: Guillermo Prieto, Manuel Payno, Justo Sierra, Emilio Rabasa, José Vasconcelos, Jaime Torres Bodet, Agustín Yáñez, Mauricio Magdaleno, Carlos Pellicer, Griselda Álvarez! Y a propósito de congruencias, no olvidemos que Yáñez dejó de publicar —no de escribir en la intimidad de su casa— mientras ocupó puestos políticos, y que supo inspirarse en una institución creada por él, la Comisión de Planeación de la Costa de Jalisco, para sustentar una de sus grandes novelas: La tierra pródiga.
¿Es trascendente la obra impresa justificativa o propagandística pergeñada desde un despacho gubernamental? ¿La leerá al detalle alguien que no sea columnista político o del clan de la partidocracia? ¿Se guardará en las bibliotecas públicas? ¿La utilizará mañana o pasado un investigador para explicar la historia mexicana actual? A mí, por lo menos, no me convence perder el tiempo hojeando un mamotreto concebido por inseminación artificial, sin sufrimiento ni sudor propios (quien seguramente sí sufrió y sudó fue el verdadero redactor anónimo, léase: un funcionario menor, ducho en prepararle discursos al jefe, o un burócrata, escribano a sueldo, o un free-lance, de esos de tanto-por-cuartilla).
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Hoy cualquier ocupante de un elevado cargo público escribe (es un decir) y publica libros. A cualquiera de dicha estirpe se le llena la boca adjudicándose el título de escritor y se sube al templete de una feria o al podio de una ceremonia oficial a cacarearlo. ¿Probidad? ¿Escrúpulos? Tales terminajos domingueros no parecen entrar en su vocabulario.
Para colmo, los clásicos vicios del mundillo editorial contemporáneo pasan lista de presente en documentos así: la dejadez, la incuria, el valemadrismo, la fodonguez, el descuido tipográfico, el mayusculismo, el manejo mercadotécnico de epígrafes al estilo best-seller y fraseología publicitaria como “Un libro que salvará su matrimonio”, “Diez mil ejemplares vendidos en un mes”, “Del autor de equis obra”,… (ahora, no nos extrañe, “Los otros datos”).
Escribir, de acuerdo. Publicar, también. Pero ambas tareas bajo una virtud (virtud ya tan manoseada y, por lo mismo, urgida de nueva definición): responsabilidad. O para emplear un concepto a punto de volverse arcaísmo: ética.