Megalibrería en Guadalajara

La había imaginado casi igual a mi amada feria, la del Palacio de Minería en la Capirucha, llena no sólo de obras novedosas sino de ediciones viejas, raras o de ocasión, aunque acá, sin duda, sería talla extragrande. Algo así como un supertianguis bibliográfico, pero bajo techo; un hipermercado de pulgas impresas, pero constreñido a cuatro muros; un jardinzote de libros donde vagabundear entre andadores delimitados por estantes, pero guarecidos con un domo. Sofisticada, tal vez, pero no tan pipirisnais como para sacarme tarjeta roja y mandarme a los vestidores por caer en off-side (vulgo: por estar yo fuera de lugar). 

Con una vez que fui tuve para frustrarme. Hubo varios stands (vulgo: changarros) en los que intenté comprar uno o dos ejemplares y me los negaron porque nada era al menudeo en ese tipo de puestos. Se trataba de una feria donde el rol protagónico lo jugaban mayoristas, distribuidores, agentes, representantes, publicistas, mercadólogos, abogados (y lo común es que todos ellos sean cualquier cosa, menos lectores, ni siquiera de los propios libros que editan, venden, promueven o litigan). Esa gente disponía en el recinto ferial de espacios exclusivos a guisa de oficinas, con mesas, sillones, servicio de café, snacks (vulgo: tentempiés). Incluso, algunos de tales “despachos” no se hallaban a ras del suelo sino a mayor altura, sobre pilotes (vulgo: en tapancos), para evitar, se comprende, las miradas curiosas. ¡Y a firmar contratos, cerrar negocios o amarrar compromisos con autores se ha dicho!

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Quien suponga que la dichosa feria abría temprano al público en general, se equivoca. Las mañanas estuvieron reservadas al elenco que ya mencioné, pues los bibliófilos de verdad tenían que aguardar hasta la tarde para hacer válido su boleto de entrada. Si yo podía ingresar a cualquier hora se debía a que asistí comisionado oficialmente, en mi calidad de director de Ediciones y Publicaciones de la Universidad de Hidalgo. Y aún recuerdo la pena ajena que se apoderaba de mí al ver las caras de decepción o ansiedad entre la chaviza que consultaba su reloj mientras hacía cola afuera de las instalaciones, a pleno rayo del sol matutino. 

Toda aquella experiencia vivida durante una semana en Tapatiópolis (vulgo: Perla de Occidente) me incomodó sobremanera. A regañadientes compensé mi desencanto acudiendo a dos que tres presentaciones editoriales, sin importarme que estuvieran atestadas. Y día hubo en que, de plano, preferí escaparme al centro histórico de la urbe guadalajareña en pos de alguna librería tradicional. Por suerte di con una: grandecita, silenciosa, muy seductora; con auténtica vocación en sus dos empleadas hacia el olor a tinta y papel. Para colmo de placeres, la susodicha empresa se especializaba en obras de historia regional, sobre todo de temas jaliscienses. ¡Qué agasajo!

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Sí, la necesaria detonación económica de una feria del libro como la de Guadalajara. Sí, la bienvenida a su generación de empleos directos e indirectos. Sí, la proyección de una imagen como ésa en el universo editorial. Lástima que yo (vulgo: “romántico insoluto”, me diría sonriente el ingrato pérjido de Chava Flores) no tenga al libro-mercancía entre los santos de mi devoción.