Si algo resume el sentido estricto del significado del “odio”, es el poema “Grande es el Odio” de Eduardo Lizalde; el “Tigre”, en su inigualable visión de la humanidad escribe: “Grande y dorado, amigos, es el odio./ Todo lo grande y lo dorado/ viene del odio./ El tiempo es odio./ Dicen que Dios se odiaba en acto,/ que se odiaba con fuerza/ de los infinitos leones azules/ del cosmos;/ que se odiaba/ para existir./ Nacen del odio, mundos, óleos perfectísimos, revoluciones,/ tabacos excelentes./ Cuando alguien sueña que nos odia, apenas,/ dentro del sueño de alguien que nos ama,/ ya vivimos el odio perfecto./ Nadie vacila, como en el amor,/ a la hora del odio./ El odio es la sola prueba indudable/ de la existencia”.
El siglo XX ya es recordado por diez décadas de una sombra extendida de guerras y genocidios. Y su herencia ideológica, ha desembocado en un siglo XXI que va de norte a sur y de este a oeste caracterizándose con la legitimación del odio. Sí, así como lo señala Lizalde: “grande y dorado, amigos, es el odio”, establecido desde el poder como estrategia política que aprueba intervenciones militares dentro de los países y fuera de ellos. Intervenciones con un génesis “humanitario” y objetivos mercantiles o de poder. Y por ello, es el odio quien se acredita la comprensión, o por lo menos, tolerancia. De tal suerte que odiar se ha convertido en “un ejercicio honorable relacionado con la coherencia cultural, histórica o religiosa”, como lo apunta Angela Sierra González.
Te recomendamos: Recordar y vivir
Pero no sólo eso, odiar y demostrar el odio se ha convertido en una práctica con tendencias a acreditarse como deporte. Es también una herramienta para conseguir lo que se desea o para minar la presencia o el prestigio de los cercanos a nuestros odiados. Odiar también es un negocio, en ocasiones rentable y en su mayoría, infructífero. Sierra González señala al respecto: “nos constriñen a interrogarnos sobre el odio y sus funciones políticas, a la hora de la creación, de figuras arquetípicas, como la figura del enemigo, a la cual se hace recipiendaria de todos los impulsos destructivos y sobre el cual se restablece un consenso social, algunas veces perdido y que a través de la figura del enemigo se recupera. Se consigue un consenso en negativo, en contra de, pero con capacidad de engendrar adhesión social. La eficacia de la figura del enemigo estará en relación de dependencia con la capacidad de generar la adhesión social y alejar la deliberación. Y, el odio compartido proporciona la ilusión de la unanimidad. De hecho, el odio ha sido caracterizado e interpretado, según los discursos exteriores que lo expresan, los discursos verbales y estéticos que se han articulado para significarlo, pero hay un hecho innegable en la contemporaneidad ha retornado al centro de la discursividad política. Pero ¿qué es el odio? Un impulso relacional destructivo. El odio puede ser considerado como una relación virtual con una persona y con la imagen de esa persona, a la que se desea destruir, por uno mismo, o, por otros”.
Sigue leyendo: ¿Deberíamos reivindicar al insulto?
Empero, en una era en la que los segundos son quizá la divisa más costosa, ¿Por qué ocuparnos de ocupar nuestro tiempo en odiar o pensar que odiamos?