Prefiero lo corto: pos-, no post– (me escudo en el mismo argumento con que la Academia ya no condena el empleo de grafías tipo «trasparente», «cordinador», «remplazar», «posgrado», en vez de las clásicas «transparente», «coordinador», «reemplazar», «postgrado»). Como sea, escrito así o asá, el mentado prefijo se ha vuelto un caballito de batalla, más académico, sin duda, que popular. Dícese, por ejemplo, posclásico, posrevolución, posguerra, poselectoral, pospandemia. Y en sentido llano, lo pos– o post– califica algo que es ‘posterior a’ o que sucede ‘después de’; entiéndase: después del periodo clásico, de la revolución, de la guerra, de las elecciones, de la pandemia. Ni buscarle tres pies gramaticales al gato.
Pero, ¡ay!, con los vocablos «posmoderno» y «posverdad» hemos topado, Sancho. El primero, luego de casi dos décadas de aplicarse sin ton ni son a todo lo habido y por haber, parece ahora dar patadas de ahogado, a diferencia del segundo, que sigue tan fresco como una lechuga, por lo menos desde 2016 cuando el Oxford English Dictionary consignó el término post-truth como uno de los más usuales en dicho año (sí, el año del ascenso de Trump a la presidencia). Lo curioso de este último concepto es que, estrictamente, no equivale a ‘después de la verdad’ sino a ‘más allá de la verdad’, ‘lejos de la verdad’, ‘fuera de la verdad’ o, con mayor precisión, ‘independientemente de la verdad’.
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“Los hechos objetivos tienen menos influencia en definir la opinión pública que los que apelan a la emoción y a las creencias personales”, es la definición de «posverdad» en el citado tumbaburros. Dicho de otro modo: importan más las reacciones suscitadas —mientras menos analíticas o más hormonales sean, cuánto mejor— que el suceso mismo. Toda opinión, expresada lo mismo en internet que desde un atril mañanero, está por encima de los datos fríos. «Tengo otros datos» puede entonces traducirse como «Tengo mi posverdad».
Quienquiera que dispone de acceso a las redes sociales considera un derecho natural publicar en ellas cuanto se le venga en gana, así sean respuestas viscerales o desahogos sin sustento contra equis persona, no una crítica respetuosa a sus ideas. Exaltar por exaltar, torcer por torcer, mentir por mentir, parece ser la consigna diaria. Ah, y dudar por dudar, sólo por incredulidad instintiva, aunque se arriesgue a caer en el delirio de que hasta al vuelo de una mosca, como en película de ciencia ficción, le atribuya planes conspirativos o malévolos.
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(No resisto la tentación de trascribir aquí dos referencias aplicables al asunto de la verdad o lo verdadero, o si se quiere, al dilema entre lo preverdadero y lo posverdadero. Una es aquella fórmula a la que recurrió Jesús en varios de sus sermones: “En verdad, en verdad les digo…” La otra, esta confesión de Rubén Darío que hallé en las “Dilucidaciones” de su libro El canto errante, de 1907: “Por lo que a mí toca, si hay quien me dice, con aire alemán y con lenguaje un poco bíblico, «Mi verdad es la verdad», le contesto «Buen provecho. Déjeme usted con la mía, que así me place, en una deliciosa interinidad».)
Acaso, en el fondo, detrás de toda verdad se oculta siempre una posverdad. O quizá vivimos ahora nuevos tiempos del viejo temor que la historia suponía haber domado: el de la incapacidad humana para distinguir lo cierto de lo falso. De lo primero, no estoy muy seguro. De lo segundo, la mera verdad, pos sí.