“El insulto como algo que sucede en el discurso público y privado no es un síntoma exclusivo del presente. Y sin embargo es cómodo imaginarlo así: cuando algo es síntoma propio del presente quiere decir que no fue síntoma del pasado; quiere decir que no existió entonces y que puede volver a haber, en el futuro, un espacio a salvo de su presencia espantosa. Pero no hay tal espacio. Lo que hay es un abismo de la inflexión. La incomodidad de asomarse al insulto. Por que el insulto no es una moralidad o inmoralidad más o menos pronunciada según la condición sociocultural del individuo, el momento político del pueblo o los niveles de censura de la sociedad en curso. El insulto es un hecho de lenguaje; la unidad sintáctica que comunica y actúa ofensa -nadie sabe qué es el insulto, pero todos han visto uno, indica la sabiduría popular-. Sólo que, a diferencia de muchos otros hechos de lenguaje, el insulto es también un acecho de ese mismo lenguaje; un acto del habla pero también el salto del habla para devorar el habla. Insultar, del latín “insultare”: saltar contra otro; asaltarlo”. Esto que apunta el escritor colombiano, Juan Álvarez, en su libro “Insulto. Breve de historia de la ofensa en Colombia”, es una reflexión que nos puede servir para inteligir sobre nuestra sensibilidad y pensamiento.
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Insultamos: mental, proxémica, visual, textual y verbalmente. Insultamos por desprecio, con objetivo y sin intención. Insultamos por necesidad y por placer. Insultamos por deporte y por costumbre. Insultamos consciente e inconscientemente; por adjetivar calificativamente y enumerativamente. Insultamos instintivamente, automáticamente y proverbialmente. Insultamos por que podemos y porque queremos. El insulto está dentro de nosotros como lo están los elogios y las loas. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, despreciamos a quien profiere los insultos. Juzgamos, nos ofendemos, nos indignamos. Somos quienes aventamos la piedra, pero escondemos la mano y después, en lugar de curar las heridas del agraviado, emitimos sentencia.
Reconciliarnos con los insultos es, a la vez, reconciliarnos con nuestra capacidad de ser humanos. El sentido máximo de saber, qué, en nosotros habita alguien que es capaz de emitir las mejores palabras y las peores palabras o hechos. Satanizar las palabras y los hechos por lo que entendemos qué significan, descontextualizar sus intenciones es también cerrarnos al reconocimiento de nuestros propios instintos, de nuestros propios demonios.
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Quizá podríamos sentarnos a comprender, que somos todos los insultos que hemos recibido y todos los insultos que hemos profesado. El cúmulo de nuestras contradicciones, deseos, aspiraciones y acciones. En esta era donde la ofensa puede ser el centro de atención, la protagonista de la esfera pública y privada, en que el insulto es el culmen de la decadencia de nuestra sociedad, tendremos que recordar, como lo dice Álvarez, que: “el insulto no es necesariamente una renuncia a la inteligencia, una expresión de la vulgaridad o el comodín de los débiles, sino una forma alternativa de ejercer el poder. Ofender y hacerse el ofendido han sido estrategias usadas para ganar elecciones, construir un sentimiento nacional y perpetuar o deslegitimar discursos”. El insulto es la parte inherente al ser humano, así como lo es el reconocimiento y la alabanza. Es el peso que equilibra la balanza de quienes o qué podemos ser. ¿Deberíamos reivindicar al insulto?