Lo fácil es salir del paso garrapateando un texto anodino a quien pidió nuestras letras para avalar las suyas. Y mientras más superficial o lleno de lugares comunes lo redactemos, mejor. Qué nos importa en estos encargos echar mano de tan comodina estrategia. Total, que el autor se dé por bien servido porque complacimos su ego. Grave sería, en cambio, confesarle en el prólogo que se lo escribimos por mero compromiso, o que su obra está plagada de pifias, o que su puntuación y sintaxis son caóticas, o que su estilo literario jamás pudo convencernos, o que sus opiniones acerca del tema tratado no coinciden ni tantito con las de nosotros.
¿Existirá un libro cuyas primeras páginas literalmente inviten a no leer las restantes? Imposible. Estoy seguro de que ningún páter o máter-libris en su sano juicio admitiría tamaña paradoja en sus publicaciones. Lo esperado (hoy solemos decir: lo políticamente correcto) en cualquier prólogo es alabar tanto al libro como a la persona que lo firma, aunque el público leyente suponga o lea entre líneas que tal elogio tuvo no poco de benévolo. También, claro, convencerlo de que no se arrepentirá de fijar su vista hasta la última página, por más que esto muchas veces le parezca una piadosa mentira.
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Sería útil que hubiera un manual del buen prologuista o al menos un decálogo práctico de qué errores no debe cometer. Yo le pondría como primer mandamiento la brevedad, como segundo la mesura laudatoria y como tercero la humildad. Detesto aquellos prólogos que, de tan groseramente extendidos, barberos o presuntuosos, me indigestan. Y sin duda una cuarta virtud, muy ligada a la tercera, sería rehuir la tentación de pergeñar un tratado grandilocuente que compita con el libro mismo en vez de animar a su lectura. Ni tanto que queme a la santa obra, ni tanto que ya no haya necesidad de leerla porque un ególatra prologuista la secuestró. De todo hay en la viña de Nuestro Señor Blablablá.
De mi paso como alumno de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales recuerdo a aquellos maestros que me exigían chutarme también los preliminares de todas las incontables ediciones de los clásicos marxistas. ¡Qué de choros soporté entonces! En venganza, comencé a escribir en mis ratos de ocio un dizque cuentecillo que pensaba titular “Prólogo al proemio del prefacio al preámbulo de la introducción a la teoría sociológica del pinche aburrimiento, o cómo crucé su pestilente pantano sin manchar las cándidas alas de mi gloriosa libertad”… Ustedes perdonarán que nunca pude concluirlo porque a cada rato tenía que dejar la pluma creativa para empuñar la rollera academicista. Así pasa cuando sucede, decimos ahora con intencionada —y burlona— redundancia.
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Moraleja: antes de decir sí cuando alguien nos solicite un prólogo, aprendamos bien a prologar (qué curioso: la lengua castellana admite este verbo y no los de proemiar, prefaciar o preambular). En una de tantas, no vaya a ser que acabemos tres metros bajo tierra después de ser linchados por el exclusivo Círculo de Escritores Quisquillosos o el no menos elitista Club de Lectores Reclamantes.