No digo nada nuevo si me refiero a la intromisión –cada vez más cotidiana- en nuestros espacios digitales, llámense redes sociales, cuentas bancarias, tarjetas de crédito y correos electrónicos, la mayoría de las veces con fines ilícitos. Está clara también nuestra contribución para ello con el poco cuidado y/o exceso de confianza en las herramientas tecnológicas de las actividades diarias.
Cuantas ocasiones somos quienes proporcionamos la información utilizada después por la delincuencia, al publicar imágenes, mensajes y datos, verdaderos anuncios de propiedades, presencias, ausencias e ingresos, luego convertidos en perfiles útiles para hacernos víctimas del delito, o, cuando menos, del bombardeo comercial en línea, después de haber compartido nuestros gustos y aficiones.
Así, imperceptiblemente abrimos el acceso a la intimidad hasta desaparecerla. Es cuando nos damos cuenta de la ligereza utilizada en el uso y abuso cotidiano de la tecnología, cuando ya sustrajeron nuestro dinero, extrajeron nuestros correos, utilizaron las imágenes publicadas de cualquier naturaleza o nuestra familia fue llevada al límite del delito mediante la información propia.
Solo entonces, ya en la incertidumbre y con miedo, empezamos a cambiar los hábitos y recurrimos a las prácticas seguras, en principio incómodas, pero finalmente imprescindibles.
Las estadísticas de delitos como la trata y la pederastia muestran su origen en esas causas, así como la participación en sus redes delictivas de empresas, organizaciones internacionales y personas con expertis en diseño, aplicación y manejo de flujo informático.
Sin ser menor, el problema adquiere otras proporciones cuando la afectación es a los entes gubernamentales pues los efectos, además de alterar su funcionamiento y demeritar su autoridad, lastiman derechos de la población por sus consecuencias, en caso de ser reparables.
Pero si la vulneración es a los órganos más importantes del Estado, la situación adquiere una dimensión superior con repercusiones en varios planos: político y financiero pudieran considerarse los más notables.
Si en esa medida el daño escaló hasta las cúpulas de la seguridad nacional, hablamos de un alto riesgo dirigido a temas, espacios y personas, un riesgo, no creo exagerar, de impactos impredecibles. En México, como en otros países del área, estamos en esa condición de vulnerabilidad, ahí nos puso Guacamayas leaks.
Con preocupación por la vulneración privada como estábamos, ahora nos sentimos peor con la intromisión a la inteligencia militar y cuanto venga en consecuencia.
Conviene leer a Byung-Chul Ham (Infocracia. Taurus, 2022), quien advierte la crisis de la democracia producida por la digitalización: Llamamos régimen de la información a la forma de dominio en la que la información y su procesamiento mediante algoritmos e inteligencia artificial determinan de modo decisivo los procesos sociales, económicos y políticos. A diferencia del régimen de la disciplina, no se explotan cuerpos y energías, sino información y datos. El factor decisivo para obtener el poder es el acceso a la información, para la vigilancia psicopolítica y el control y pronóstico del comportamiento.
La digitalización del mundo en que vivimos avanza inexorable. Somete nuestra percepción, nuestra relación con el mundo y nuestra convivencia a un cambio radical. […] se ha apoderado también de la esfera política y está provocando distorsiones y trastornos masivos en el proceso democrático. La democracia está degenerando en infocracia.