“Aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla” afirma una célebre frase que en primera instancia suele atribuirse a Napoleón Bonaparte, aunque otros autores afirman que quien inició con esta evaluación del pasado, presente y futuro fue el filósofo español Jorge Agustín Nicolás Ruiz de Santayana cuando dijo: “Aquellos que no recuerdan el pasado están condenados a repetirlo”; y no sólo eso, sino que además, curiosamente, encontramos también esta frase en polaco y en idioma inglés escrita a las afueras de uno de los campos de concentración nazi de Auschwitz. Por lo tanto, podríamos afirmar que la propiedad intelectual de la máxima está en duda, o, para fines más prácticos y ecuánimes, podríamos aseverar que es tan universal como legítima. La historia, con “H” mayúscula y con “h” minúscula, es quien nos edifica y nos consume.
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Mi abuelo cultivó la tierra que lo vio nacer en una comunidad de Huasca, después, por la necesidad de brindarle mejores condiciones de vida a su descendencia trabajó en las minas y con su esfuerzo logró ser capataz de una de las minas de la Compañía Real del Monte y Pachuca. Mi abuelo fue una analfabeta que sólo sabía escribir su nombre y hacer sumas y restas con la ayuda de un prontuario. Él se formó en la cultura del esfuerzo y gracias a que dejó su salud en la extracción de la plata, con las vicisitudes que eso implicaba, logró salir adelante. Pienso en esta historia familiar que me contó mi padre cuando era niño cuando me decía que debía de esforzarme en la escuela y valorar las oportunidades que tenía. Reflexiono en ello y en el hecho de que cada uno de nosotros llevamos en la piel y en la memoria, el sendero que hemos caminado para poder llegar hasta el sitio en donde ahora nos encontramos. Casi con certeza puedo afirmar que, si volvemos a mirar nuestra historia personal, encontraremos en ella el recuerdo de nuestros padres, de nuestros hermanos, de nuestros hijos, de nuestras parejas, de todas y cada una de las personas y los motivos que han sido el combustible que nos impulsó a ser quienes ahora somos. Todas estas cavilaciones, de dónde hemos venido y cómo hemos transitado, no podrían entenderse sin que ellas no fueran concebidas por la palabra. Derivado de ello, creo entender, que, en definitiva, gracias al espacio de pensamiento que nos ofrece la palabra, vamos reconstruyendo en la historia el futuro que nos avecina.
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Las palabras no necesariamente representan un sitio del habla, de la lectura, son el espacio donde se extiende el diálogo y duerme el silencio. El fragmento del tiempo donde viven los significados y los significantes. Dimensionar su poder es convencerse del hecho de la trascendencia de los pensamientos. Es ir creando un baúl de los recuerdos, un depósito inmaterial en el que nos aguardan. Perder el valor de las palabras y sus efectos o consecuencias es condenarnos a la ignominia. Las palabras constituyen la vía de la historia, y por lo tanto, por sólo haberlas pronunciado o escrito, son historia, presente y futuro. Y nunca, pero nunca son suficientes.