Una servilleta, un mantel desechable, un menú de restaurante, un boleto de transporte público, una invitación impresa o el sobre rotulado donde se guarda, un programa de mano, un cartel propagandístico, una tarjetita de presentación, una nota de consumo, un recibo de pago, un comprobante de transacción bancaria, un volante callejero…
¿Qué no sirve para garrapatear ahí, a vuelapluma, nuestra súbita inspiración de un poema o letra de canción, el borrador de una solapa o de un prólogo urgente, la frase justa que faltaba para empezar o rematar un cuento, la idea escurridiza que por fin concretamos, la redacción apropiada de un párrafo que momentos antes se mostraba rebelde a la sintaxis?
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¡Oh, papelito providencial, caído del cielo como maná cuando no tenemos a la mano ni una triste libretita de notas! En vez de tirarlo a la basura cuando ya cumplió su inesperada misión, deberíamos ponerlo junto a las viejas cartas y fotos familiares. Por más tachado que esté, por más lleno de asteriscos y flechas, por más laberíntico que nos parezca, atestigua un proceso creativo. Es su historia genética, paralela al texto final, imposible de reconstruir si a éste lo trabajamos desde el principio nada más en la computadora.
(Me restrinjo a lo plasmado en papel, aun a sabiendas de casos extremos en que ni siquiera eso hay disponible. Dos ejemplos: 1. los sonetos dedicados por Miguel Hidalgo y Costilla a sus custodios en la cárcel de Chihuahua, para reconocerles su nobleza y el trato humanitario que le brindaron; y 2. la guía melódica de Dios nunca muere, escrita por el menesteroso y enfermo Macedonio Alcalá en una casucha de la Mixteca, hasta donde los vecinos de un pueblo indígena del rumbo le llevaron las pocas monedas que pudieron reunir para que les compusiera un vals. Lo conmovedor fue que ambos personajes debieron trazar sus respectivas obras… en una pared y con pedazos de carbón.)
A las personas deschavetadas, empezando por este vozquetintero, nos da por tener a diestra y siniestra hojas de reúso. En el bolsillo, en la mochila, en la maleta de viaje, en la mesita de noche, en la mesa de centro de la sala, en la mesa del comedor, junto al teléfono (desde luego, del teléfono jurásico, o sea el precelular), no se diga en el escritorio y el librero. Uno nunca sabe cuándo nos urja llevar a buen puerto algo que se zangolotea como nave al garete en nuestra cabecita loca.
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Papelito habla. Cuantimás aquel que ya no es virgen pero mereció —en sus márgenes, en sus espacios vacíos, al reverso de la foja— el plus de un texto emergente, de una apostilla, de una viñeta; por tanto: de un juicio, un sentimiento, una interioridad. Así de obsoleta como suena esta práctica, sigue vivita y coleando, para suerte de quienes nos bañaron la mollera con las aguas bautismales del romanticismo.
(¿Dije romanticismo? Pues sirva de conclusión otro caso extremo: el de cierto músico romántico mexicano —su nombre, por desgracia, lo arrebató de mi memoria el tal señor Alz Heimer— que a falta de un papelito donde anotar el tema musical que repentinamente brotó en su cerebro, lo hizo primero en el puño y luego en la manga de su camisa. Ignoro si después, cuando ya pudo trascribir aquella pieza a un papel pautado, cometió el crimen de mandar su camisa a la lavandería.)