Enrique BYN

Prohibido nombrarse así

Si yo fuera chiapaneco y volviera a ser padre, tal vez le pondría Caralampio a mi hijo o Zoila a mi hija. En Chiapas, tales nombres de persona son de lo más natural y aceptado del mundo (lo mismo Ocotlana en Tlaxcala, Pueblito en Querétaro, Salud en Michoacán, Sanjuanita en Jalisco, estos cuatro por la veneración popular hacia sus respectivas imágenes marianas). Pero vivo en Hidalgo, y aquí el Registro del Estado Familiar me lo impediría: desde 2017 los tiene, entre muchos otros, en una lista de nombres vetados, so pretexto de sonar impropios, ofensivos, carentes de significado o excusa para chacotear con ellos.

El pobre San Caralampio ha de estar fúrico desde el templo donde se le rinde culto en Comitán. Igual la pobre Santa Zoila, cuyo nombre ostenta orgulloso un conocido colegio particular en la peruana Lima. En contraste, ya-saben-quién debe sentirse muy orondo porque en Coahuila se registró a un niño como Gatell Covid. Y ya-saben-qué-palabreja se siente pavorreal porque a una niña de Tabasco la registraron como Bridgit Pandemia.

¿Es denigrante, peyorativo, discriminatorio, llamarse de tal o cual manera? Cuestión de enfoques. El problema no radica en el propio nombre (Zoila, verbigracia, significa en griego “llena de vida”), sino en su utilización o, a veces, en el contexto donde se aplica. Cualquier apelativo, el más común, cotidiano, inocente, puede ofender a la persona aludida si alguien se lo dice en tono burlesco. También si lo vuelve un ingenioso juego de palabras (Burrén, Malicia, Gordolfo, Mamel, Robero, Sanbriago, Nalgarita).

No todo, empero, se reduce a una lista sobre el escritorio de la autoridad firmante de un acta de nacimiento. Acaba de presentarse en el Congreso hidalguense una iniciativa de reforma a la Ley para la Familia del Estado de Hidalgo, la cual ya obligaría a los oficiales del registro civil a orientar en materia de onomástica inadecuada a quienes procrearon una criatura. Cito el argumento, trascrito de una nota periodística local: “para evitar que los menores sean víctimas de bromas y daños a su autoestima y desarrollo”.

Mi ignorancia se cuestiona si cualquier autoridad (civil, eclesiástica, familiar, etc.) tiene el suficiente conocimiento, criterio y calidad moral para juzgar la impertinencia o el riesgo potencial de nombrar así o asá a un infante, sobre todo en casos como los citados en las primeras líneas. Acaso porque me da miedo suponer cómo terminarían mi autoestima y desarrollo si mañana o pasado descubro a Enrique en el catálogo de nombres proscritos.


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