Nueve de agosto: día internacional de los pueblos indígenas. Reportajes, notas de color, entrevistas, testimonios, infografías en la prensa escrita; programas especiales en la radio y la televisión; mesas redondas (hoy pomposamente llamadas conversatorios); conferencias magistrales; ceremonias cívicas; declaraciones de funcionarios… Lo que sea, con tal de colgarse de esta lámpara. Da cierto prestigio de intelectualidad, de compromiso con el México profundo, de paternal simpatía hacia el pueblo bueno, sabio y, la palabreja de moda, originario. Todo desde una cómoda divisa, «500 años de resistencia», hecha dogma de fe.
El nueve de agosto es otra efeméride de tantas. Uno o dos días después, la pirotecnia celebrante se vuelve humo. Nadie guarda ya en su memoria el rollo discursivo del político rodeado de incensarios, bastones de mando, logotipos institucionales y lemas redencionistas. Tampoco el relumbrón de la página periodística dedicada al asunto. Sólo fue un giro más a la tuerca. Mañana, pasado, la marginalidad, la segregación, la agresividad, el acoso racista, prosiguen como si nada en la realidad. Sí, esa punzante realidad que le prende fuego a un compañero de clases porque cometió el pecado de expresarse en una lengua distinta al español, como acaba de suceder en una secundaria rural de Querétaro.
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Las estadísticas refieren que 23.2 millones de personas en México se reconocen como indígenas (o dicho con terminología técnica: se adscriben por iniciativa propia como tales). Quiero creer que su principal argumento sea hablar desde su infancia alguna de las 68 lenguas o 364 variantes dialectales que hacen del nuestro un país multilingüe. Pero es un secreto a voces que no poca gente se “indigeniza” por conveniencia, sobre todo en tiempos político-electorales, aunque no haya nacido dentro de un núcleo familiar indígena y ni siquiera hable con soltura la lengua nativa de su región natal, como acontece en Hidalgo.
Ni se digan Chiapas, Oaxaca, Guerrero, la península yucateca, Veracruz, Michoacán, Puebla, San Luis Potosí,… La tan traída y llevada muletilla del color de la tierra se presta muy bien ahí para el romanticismo inocuo de lo folcloroide, mientras la supremacía mestiza o ladina y su consecuente explotación al indígena corren imparables día con día (incluyendo, faltaba más, la novena jornada de agosto). E irónicamente, el contacto discriminatorio forma parte también de los usos y costumbres lugareños, aunque ello nos parezca aberrante.
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¡Qué de estereotipos, frases trilladas y lugares comunes hacia lo indígena permean en el pensamiento de quienes se jactan de ser sus defensores! Una retórica idealizada, sin el debido sustento analítico, reacia al microscopio de la Historia. Y rara vez vivencial. No nos extrañe entonces que Guillermo Bonfil Batalla se revuelva en su tumba cada que alguien se llena la boca presentándose como socio honorario y vitalicio del México profundo.