Quizá porque la edad me está volviendo una calamidad que encuentra relaciones inconexas, hace un par de días escuché la canción “Hago ruido” de la Banda Bastón y en ella, los versos “Tú odias los lunes, dices que te dan flojera (ah)/ Todos los días son buenos, es tu vida la que está culera”; me remitieron a Epicuro. Y es que en el pensamiento de este filósofo de Samos, “existen dos factores que determinan nuestro grado de felicidad: el placer y el dolor. El primero nos acerca a ella, mientras que el segundo nos aleja de la misma. De este modo, Epicuro determina que la clave de una vida feliz es conseguir acumular la mayor cantidad de placer mientras reducimos al máximo el dolor. De hecho, esta segunda parte de la fórmula es más importante que la primera. El requisito indispensable para una buena vida es la erradicación del dolor”.
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El mundo que vivimos es el escenario donde elegimos la parte del dolor como camino a la felicidad y no a la inversa. La herencia del pensamiento occidental nos ha adoctrinado para que sea el sacrificio, el máximo esfuerzo, el cansancio, el maltrato del cuerpo y de la mente quienes nos gobiernen para poder alcanzar la tan anhelada felicidad. Dejamos la piel y el alma para poder conseguir nuestros objetivos: parejas trofeo, bienes materiales, trabajos de ensueño; pero nos olvidamos de lo más sencillo: vivir erradicando el dolor y el sufrimiento. Nos hemos inmerso en espirales de lamentos. Normalizamos las quejas olvidándonos de que sobre cada una de ellas existen otras cosas mejores en qué pensar.
En su libro “Filosofía del budismo Zen”, Byung-Chul Han señala que “Cuando Dios hizo al hombre”, dice el maestro Eckhart, “produjo en el alma una obra igual a él”. El “hacer” produce una identificación interior entre el que hace y lo ha hecho: “Lo que yo (…) “hago”, lo realizo yo mismo , y expreso por completo mi imagen allí dentro”. Por lo tanto, todo lo que pienso y hago como individuo es mi entera responsabilidad, ya que en ello está lo que soy, deseo y puedo ser.
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Vuelvo una vez más al pensamiento de Epicuro donde afirma que “Los principales placeres que hemos de perseguir no son los corporales, pues, pese a su intensidad, son efímeros y desaparecen enseguida. Hemos de buscar antes los placeres espirituales. Ahora bien, para escoger y saciar cualquier deseo placentero, es necesario hacer uso de una virtud, la prudencia, pues sólo con ella podremos disfrutar de un modo inteligente. Es gracias a la prudencia que somos capaces de rechazar un placer que más tarde podría provocarnos dolor (como ocurre con las adicciones)”
En tanto logramos encontrar el punto de equilibrio entre la prudencia de nuestros placeres y terminar con el dolor, para acercarnos a Epicuro, regresemos al punto de vivir en la praxis lo que en pensamiento nos agobia.