La escena ocurrió, si mal no recuerdo, allá por 2008, en el rincón que me había asignado la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo cuando encabecé su Dirección de Ediciones y Publicaciones. Frente a mi escritorio, con expresión de fastidio, se sentó cierto profesor del Área Académica de Sociología a quien cité después de revisar la versión final de un libro que la institución iba a imprimirle. El texto, aparte de desaliñado, era confuso a decir basta. «No lo entiendo —le dije—, y eso que soy sociólogo como tú. ¿No te preocupa la claridad?, ¿no piensas en las personas que van a leerte?» Su respuesta fue negativa. «Entonces, ¿para quién escribes?», inquirí. «Para nadie —confesó sin inmutarse—. Los lectores no me interesan. Lo hago por publicar algo, porque eso me exige el Sistema Nacional de Investigadores al que pertenezco. Y bueno, ya me voy; debo regresar a dar una de mis clases. Si quieres cambiarme totalmente la redacción, hazlo.»
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Además de azoro, me invadió una profunda lástima. No por él, desde luego, sino por el alumnado que lo padecía diariamente en el salón y por los escasísimos lectores en cuyas manos habrían de caer mamotretos tan oscuros como el suyo… ¿Oscuros? No, algunos más bien oscurantistas, escritos a propósito así para ennegrecer el conocimiento, embrollarlo, volverlo elitista. De paso, para apantallar, alzarse el cuello, hacer creer a los demás, sobre todo a los colegas universitarios, que ese tipo de lenguaje refleja la profundidad en conceptos teóricos del autor. Por tanto, mientras más galimatías atiborre en su obra, más prestigio le dará (también más fácil y rápido saldrá de su compromiso de publicar lo que sea).
El médico español Santiago Ramón y Cajal resumió bien esta absurda tendencia en una de sus Charlas de café (Buenos Aires, Espasa Calpe Argentina, 1941 [edición original: 1921]): “¡Cuán escasos los libros de texto redactados para los discípulos! ¡Cuánta pedantería! Al escribir, nos colocamos inconscientemente en la presidencia de una Academia o en el sitial de la cátedra, en vez de sentirnos sentados en los duros bancos del aula, oyendo al profesor que brega heroicamente por inculcarnos una doctrina abstrusa.”
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¿Es exagerado esperar de un texto científico que sea claro, entendible aun para legos en la materia? ¿Se antoja una panacea pedirle que también resulte grato, ameno, atractivo? ¿Suena utópico anhelar que tenga un toque de elegancia (incluso, por qué no, que trascienda como pieza de arte, que llegue a citársele en antologías literarias)? No faltan puristas que a los cuestionamientos anteriores darían un rotundo sí, so pretexto de que la ciencia, en caso de hacerse accesible a todos, perdería su áurea de solemnidad o se rebajaría a lo populachero. Por mi parte, sostengo que el rigor académico no tiene por qué estar reñido con la nitidez expositiva y el eventual uso de palabras “de entresemana”, como las llamó el historiador Luis González y González en contraposición a las palabras “domingueras”.
Cuidado, empero, con resbalar hacia el vicio contrario: la ultracorrección. Y en vez del noble oficio de la revisión y el pulimento editorial —cada día, por desgracia, más ejercido a la trompa talega—, predomine la chamba de la corrupción de estilo. Ni tanto que incendie a un libro, ni tanto que no lo aluce.
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Posdata: después de mi desencuentro con el autor, decidí no tocar su trabajo ni con el pétalo de una coma. No quise convertirme en cómplice de un sociologicidio.