De manita sudada con la caligrafía 

Así me impusieron escribir durante la enseñanza primaria: que además de legible, mi letra fuese hermosa y elegante. Que mi obligación como escolar era tener una escritura derechita, atildada, exenta por completo de manchas, borrones y tachaduras. Que resaltara igualmente lo plástico, de modo que la hoja virgen la convirtiera en una suerte de lienzo donde dibujar o pintar, muy monos, mis trazos letrísticos. En suma: me introyectaron lo manuscrito como un arte perfeccionista. Y en tal contexto, los fastidiosos ejercicios diarios de caligrafía —¡aquel martirio de llenar, sin soltar el lápiz o la pluma fuente, planas enteras de volutas, gusanos, zigzags!— contribuirían a despertar en mí una dizque vocación artística. 

Había también que guardar el sacrosanto respeto a los blancos entre palabras, a la distancia exacta de una línea a otra, al equilibrio en la longitud de los párrafos. La aplicación de sangrías al inicio de cada texto después de un punto y aparte era imperativa, lo mismo que la correcta colocación y subrayado de los títulos y subtítulos. Los márgenes en las hojas del cuaderno, tanto el superior como el lateral, ambos con su difuminado color rojizo, acotaban espacios que por ningún motivo debía rebasar. Los renglones, de tono azul diluido, cumplían la misión de ser los únicos surcos donde podía yo sembrar mi semillero de frases u oraciones, con todas las comas, puntos, tildes, mayúsculas, minúsculas, guiones, paréntesis, similares y conexos que autorizaba la madre lengua. 

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Todo ello lo interioricé hasta el tuétano. Me forjó una personalidad obsesiva, casi maniática, por la estética de la escritura a mano. Y por si lo anterior no bastara, fue la raíz de la idolatría que desde niño he profesado hacia los signos tipográficos y los caracteres de imprenta, idolatría que intenté resumir en la siguiente décima inicial del poema “Mi hado de leer el diario”, incluido en mi librillo Y en el aire las compongo (2019): “Yo crecí en papel impreso. / Puse mis antenas listas / en diarios, libros, revistas / de templanza y mucho seso / que hoy parecen retroceso. / Y de aquel vicio catervo, / como en el principio el Verbo / o como tic espasmódico, / la lectura del periódico / cada mañana preservo.” 

Los tiempos actuales — enemigos acérrimos del papel manuscrito, dogmáticos de la comunicación facilona y comodina que caracteriza al teléfono celular— están convirtiendo virtualmente en antigualla a la grafología, definida ésta por la Academia como el “arte que pretende averiguar, por las particularidades de la letra, cualidades sicológicas de quien la escribe”. ¿Cabe suponer entonces que mañana o pasado surja, como disciplina sustituta, algo que tal vez se denomine memelogía, dedicada a estudiar la sique individual o comunitaria detrás del bombardeo implacable de memes, emojis y stickers? ¡Ay, nanita, la de traumas o complejos que pondría en evidencia! 

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Si escribir es bandera de la libertad, me place más izarla en el asta de un arqueológico bolígrafo o un prehistórico lapicito de punta bien afilada, como los que siempre tengo en mi escritorio y cargo en mi mochila andariega. Digo, cada quién es dueño de hacer de su letra un papalote… o una preciosista y anacrónica manualidad.