Hay de maestros a maestros

Maestros de toda laya sembraron en mi remota viña de colegial, lo mismo secundaria que preparatoriana. Así como al frente del salón de clases tuve auténticos apóstoles, de esos de sapiencia y humildad que rayaba en lo franciscano, así también padecí ogros y demonios, de esos que ocultaban su ignorancia con máscaras de altivez y enseñanzas huecas. Y ni qué decir de tantos maestros obsesionados por someter a sus pupilos mediante el acoso escolar (aún no se creaba el horrendo anglicismo bullying), conducta tolerada, incluso muchas veces exigida por los padres de familia, como herencia del viejo dogma “La letra con sangre entra”.

Con sangre… o con trauma. Nunca he podido olvidar la ocasión en que uno de mis profesores, ya en la Universidad, me sentenció a un fracaso total como futuro sociólogo porque tuve la osadía de expresar en un examen mi punto de vista y no repetir como loro el suyo. Y tampoco se ha borrado de mi memoria el comentario que me hizo otro mentor cuando analicé equis fenómeno desde una perspectiva teórica distinta a la de la Sociología, carrera en donde yo era su alumno: «No, compañero, va usted por el camino equivocado. No invada terrenos profesionales que no son los suyos. Ese enfoque que acaba de exponernos déjeselo a la Sicología, o a la Antropología Social.» (¡Y yo que hasta entonces creía en la Ciencia Social como entelequia unificadora de esas y otras disciplinas humanísticas!).

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Mejor aquí le paro en hablar de aquellos villanos de telenovela, émulos de Prometeo, para que sigan sufriendo en la roca a la que mi resiliencia los tiene eternamente encadenados. Sin embargo, tampoco quiero caer en la cursilería de endiosar a los buenos de la película, por más que éstos sí hayan jugado conmigo un papel casi angélico. ¿Qué ganaría con ponerlos en un pedestal o en un nicho? Prefiero que permanezcan donde siempre se los he agradecido y llevado: en mi forma de ser, de pensar, de enfrentarme al mundo. Vaya: en mi cotidianidad.

Dar herramientas para la vida y orientar sobre su manejo es la máxima tarea educativa. De esta manera concibo la auténtica vocación del magisterio, en cualquier nivel escolar. Sin convencionalismos, sin clichés, sin ataduras, Y con valores que no se compran en la tiendita de la esquina: gozo, pasión, chispa, juego, aventura, claridad expositiva. Llevadas al terreno de lo didáctico, comparo dichas cualidades con lo aseverado por Gabriel Zaíd en uno de sus libros: «Lo mejor de la conversación no es pasar tal juicio o tal receta: es compartir la animación del viaje.»

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Concluyo mis patochadas de hoy con el chorizo de nombres del profesorado que sumó bonos a mi personalidad y la asignatura que cada quien impartía. De la escuela secundaria: María de la Luz Salazar y Salazar (Geografía de México), Francisco Valdés Becerril (Lengua Española), Ramiro Cisneros Zuckerman (Literatura). Del bachillerato: Daniel Márquez-Muro (Lógica), Vicente González Méndez (Historia de México), Amanda Colorado Herrera (Biología), Carmen Sámano Pineda (Geografía de México), Luis Noyola Vázquez (Literatura Mexicana), Gustavo del Castillo Negrete (Literatura Universal), Jorge Martínez y Martínez (Sociología).

El comprometido recuerdo de ellas y ellos es el más noble 15 de mayo con que mi conciencia les aplaude los 365 días del año.


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