Escuelas y excusas de tiempo completo

No son pocos. Alguien dirá que tampoco muchos. Como quiera, las cifras preocupan: tres millones y medio de pequeños escolares que, por instrucciones superiores desde el centro de la república, saldrán más temprano de los planteles para meter en aprietos a sus madres o padres trabajadores. Habrá entonces que recogerlos en horarios todavía laborales. Habrá que regresarse con ellos a la oficina, taller, tienda, tal vez la calle misma, para sentarlos a hacer la tarea en donde haya un metro cuadrado disponible: junto el escritorio, atrás del mostrador, al lado de la fresadora, en plena banqueta. Habrá que distraerles el hambre hasta llegar a casa, con el hipotético panorama de que allá sí hay algo de comida.

De un ciclo escolar a otro (vale decir: de un día para otro) se acabarán en definitiva las escuelas de tiempo completo, algunas con alimentos incluidos que significaban, para no pocos hogares, el único bocado sustantivo que muchos menores recibían en toda la jornada. Ahora, a ver cómo le hacen los infantes y progenitores damnificados, si es que les quedan uñas para morderse o saliva para atragantarse con un gulp.

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De acuerdo, tenía asegunes, quizá no era del todo equitativo, acaso dio lugar algunas veces a manejos irregulares; pero en vez de corregir sus defectos y optimizarlo, ya no digamos hacerlo crecer, desaparecerá el programa federal de escuelas de tiempo completo. ¿Al amparo de qué? De una excusa prendida con alfileres: reaplicar su presupuesto hacia la mejora de la infraestructura de otras escuelas, aquellas que carecen de baños, de agua, de mobiliario, de techos, etc. Por supuesto, esta otra acción ─más que justificada e imperiosa─ requiere también financiamiento, pero no a costa de arrebatárselo a aquélla.

Quitar dinero a un hoyo para tapar otro nunca ha sido una estrategia eficaz. Cuando dos funciones distintas del Estado son igual de importantes, cuantimás si se complementan, ninguna debe chuparse a su colega. Lo contrario ni siquiera se justifica en una cacareada y mal entendida política de austeridad. Plantear así las prioridades se antoja contradictorio. Equivaldría a la amenaza de cualquier hospital de que, para poder pagar la remodelación de sus instalaciones, no sólo cancelará los servicios que ofrece en su área de urgencias y a ésta le aplicará sin misericordia la piqueta, sino que excluirá de sus planes reconstructivos una nueva sala para sustituir a la demolida.

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Se sabe ya que en varias entidades la medida generó reacciones oficiales adversas, así como anuncios de continuidad con recursos estatales propios. Habrá que estar atentos a ver si no queda todo en discursos o en buenas intenciones.

Desde muchos puntos de vista, en todos los niveles de escolaridad, nuestra educación pública federal no atraviesa por su mejor momento. Confusión, regresos descoordinados, bandazos, galimatías retóricos, estrategias sacadas de la manga. El ojalá-esto-sí, el a-ver-cómo-nos-pinta, el chance-y-resulte. Adiós, vieja y al parecer obsoleta vocación del Estado mexicano, de un Vasconcelos, de un Torres Bodet, de un Yáñez, por encaminar bien la enseñanza, adiós.


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