Quisiera, como acostumbra Mafalda, pararme ante un globo terráqueo, oír sus latidos con el estetoscopio, colocarle un termómetro en el sobaco y tomarle varias veces el pulso. He aquí lo que yo le expresaría en señal de reprimenda:
¿A dónde pretendes ir, amiguito? ¿Qué inyección piensas automedicarte para bajar la fiebre bélica que te pone más loco que una chiva en cristalería? ¿Por qué mejor no guardas cama y te tomas un serenaté en lugar de sacudirnos con ataques de epilepsia política?
Ya que no logro entenderte como el analista de lo social que en vano pretendo ser, al menos concédeme hoy el privilegio del desahogo emotivo. Reclamarte mi pesadumbre, lo afligido ─además de iracundo─ que me hallo por tu presente, lo angustiado y ojeroso que me tienes por tu inmediato futuro. Y seguro estoy de no hablarte únicamente a nombre mío, sino del de millones de personas igual de confundidas que yo.
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Bastantes dolores de cabeza teníamos con el laberinto pandémico, sin atinar todavía cómo o por dónde salir de él y recuperarnos de su asfixia, cuando nos vienes ahora con una guerra. No cualquier guerra, condenable como todas, sino una peor, porque la ciñe el albur de no hallarle pronto un remedio diplomático eficaz. Mientras tanto, el efecto billar de esta maldita conflagración repercutirá, más temprano que tarde, sobre la economía globalizada: salvo dos o tres superpotencias, quizá ninguna otra nación se salve de su carambola.
Desde luego, el primer sitio lamentable lo ocupan las víctimas directas e indirectas de tal conflicto armado. La gente que pierde la vida, la que resulta con lesiones graves en el cuerpo o en el espíritu, la emigrada a otros países, la guarecida en andenes y pasillos del metro, la de su vivienda deshecha por bombardeos. No se diga la niñez, de por sí hundida tras dos años de caótica reclusión y, en consecuencia, imposibilitada de ejercer su derecho a gozar de un sano contacto estudiantil y lúdico sin virtualidades. Otro gallo nos cantaría, mi testarudo y enfermizo planeta, si pusieras a toda esta gente como tu prioridad existencial.
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Ni qué refrescarte la memoria con otras catástrofes. ¿O ya se te olvidó lo sucedido en la tristemente célebre Chernóbil? Me aterra el simple hecho de imaginar el peligro a que se ve expuesta dicha planta nuclear si cae en manos castrenses irresponsables, con el riesgo de que resuciten sus radiaciones hasta envolverte, como en aquel 1986, bajo una nube tóxica. Ignoro si tal amenaza te conmueve o no, pero a mí hasta me provoca pesadillas y, aunque lo intentase, me declaro incompetente para exorcizarlas.
Por último, pienso en la eventualidad del retorno a la Casa Blanca de su anterior ocupante (cuando me decida a filmar una película sobre chifladuras gringas, lo incluiré bajo uno de estos seudónimos: Donald Putin o Vladimir Trump). El señor, por si lo ignorabas, se colgó del contexto de la invasión militar rusa a Ucrania para plantear que a Estados Unidos le convendría hacer algo similar con su odiado México. Léase: la ucranización de nuestra frontera. ¿Comprendes mis temores?
No, globito terráqueo, no tengo la chispa de Mafalda para causarte risa o regañarte mediante una frase ingeniosa. Soy uno más de tantísimos familiares tuyos que ─inquietos, insomnes─ velamos en la sala de espera del área de urgencias del hospital, rezando para que los médicos de guardia nos den noticias menos desfavorables sobre tu estado de salud.
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