Para mi bibliolatría, Minería es la diosa

Cada año, al llegar al cruce de Eje Central y Tacuba, las piernas empiezan a temblarme, mi corazón excede su número de latidos, me sudan las manos y abro la boca para jalar más aire. Es porque la muchedumbre y el barullo me anticipan un edén a la vuelta de la esquina: la Feria del Libro en el Palacio de Minería; y porque acudo a ella igual que a un santuario, no sólo a rezarle con devoción, sino a idolatrarla como deidad suprema.

Mi peregrinación se encamina primero al interior del recinto, en busca sobre todo de obras publicadas en los estados y que por lo mismo resulta difícil hallar normalmente en las librerías capitalinas. Más tarde, pago la manda de recorrer los puestos temporales de libros «de viejo» (nunca prendió eso de llamarlos libros «de ocasión») que a manera de iglesias secundarias o capillas posas aprovechan la catedral de la Feria de Minería para instalarse en el vecino callejón de la Condesa, en el frontero Palacio de Comunicaciones o en una casona antigua cercana. Huelga suponer la mística con que celebro ambos ritos.

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De tal magnitud es mi fanatismo hacia la Feria de Minería que ninguna otra ha podido hasta ahora hacerme cambiar de religión libresca. La de Guadalajara, por ejemplo: la única vez que la visité tuve para sentirme incómodo, porque comprobé que en ella priva el amarre de contratos o negociaciones entre poderosas empresas bibliográficas del mundo, más que la compra al menudeo de libros por gente de a pie como yo. Exageraría si afirmo que eso es un sacrilegio, pero creo que tampoco se trata de la panacea para afianzar la fe en los tomos impresos ni el apostolado idóneo para promoverlos. Entre un elitista salón de convenciones, donde la tinta y el papel son viles mercancías, y una plaza o tianguis del libro, donde cada volumen es un fruto tentador a la espera de lectores golosos, opto siempre por lo segundo. Cuestión de doctrinas.

Lástima que la infernal pandemia nos sigue obligando a organizar, participar o dizque asistir a tales ferias solamente a través de un teléfono celular o una computadora. Para nada comulgo con esa engañosa virtualidad, tan ajena a la hostia de mirar, oler, palpar, acariciar un libro y salir con él bajo el brazo o acurrucado dentro de una bolsa o mochila, hasta colocarlo, ya en casa, en un altar (traducción: sobre la mesita de noche o en nuestro rincón favorito de lecturas). Y la dolorosa penitencia acumula ya dos o tres años castigándonos (que no purificándonos), inmersa en la fantasía de volver el próximo año a la gloria celeste de lo presencial.

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Dicho sea de paso, este 2022 la Feria del Libro se realizará, por primera vez en sus 43 ediciones, a fines de marzo. ¡Qué habría dado yo porque antes también hubiese sido en tales fechas y no durante la segunda quincena de febrero, cuando aún no me reponía de la crónica penuria que arrastraba cada principio de año! Con decirles que en cierta ocasión me senté en el zócalo del Caballito a poner en el suelo algunos libros de los que soy autor, con la esperanza de rematarlos y así poder comprar al menos otro en la Feria. Sigo convencido que la diosa Minería castigó entonces mi soberbia: ¡ni un solo ejemplar conseguí vender! ¿Con qué ojos, divina tuerta, podía pagar el boleto de entrada a su Palacio?


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