No recuerdo cuántas mentadas, explícitas o tácitas, he recibido por defender ante choferes valemadristas mis derechos como peatón. Tampoco cuántas otras he destinado en la mente a quienes dejan las banquetas llenas de cráteres, zanjas, piedras, cables, postes atravesados, escarpias a medio clavar, coladeras semiabiertas o rampas hasta de 45 grados para privilegiar el ingreso a una sacrosanta cochera.

Hace pocos años, un esguince me sujetó durante casi tres meses a desplazarme en muletas y entonces ratifiqué lo antipeatonal del urbanismo mexicano. Tengo, además, algunos amigos invidentes y otros cuya motricidad es limitada, todos compañeros míos de andanzas callejeras. Conozco, pues, de primera mano, nuestros cotidianos riesgos al caminar en la vía pública, comparable a un campo minado.

Pachuca es mi ciudad adoptiva y la quiero, aunque sea muy insegura para la gente de a pie. Las vialidades dizque inteligentes y los bulevares tipo montaña rusa son sus dioses; monseñor Automóvil, su arzobispo primado. Los andantes no contamos ni como acólitos; antes bien, somos un estorbo, un fardo de pecadores excomulgados, sin perdón automotriz. Calladitos nos vemos más bonitos, en espera siempre de un buen samaritano al volante que, condolido o a regañadientes, nos ceda el paso si mostramos intención de cruzar una “cebra” (cuando la hay y cuando el tiempo, sumado al desinterés de las autoridades municipales, no ha deslavado su pintura).

Tramos donde la ridícula angostura de una acera nos obliga a transitar por el arroyo mientras rezamos a todos los santos. Cuadras donde es necesario zigzaguear para evitar choques con cubetas, mesas, puestos ambulantes o materiales de construcción. Esquinas rumbosas donde brillan por su ausencia los semáforos peatonales, y donde los vehiculares (de existir) no entran en el código de conducta de quienes justifican con una licencia de manejo su falta de urbanidad.

Soy Homo peatonalis. Camino por vocación, ideología, ejercicio. No ignoro mis deberes, pero tampoco mis prerrogativas. Me aterra, sin embargo, llegar a ser cualquier día de estos un dígito más en la fatal estadística de transeúntes accidentados.


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