Adolfo Lugo Verduzco es el último “Don” de la política hidalguense. Además del sentimiento de quien la dijo y la emotividad del momento en que la dijo, la frase contiene otros interesantes significados. Capturó en su brevedad, lo que hubiera sido largo describir en una oración fúnebre. Para quienes conocieron al personaje y su hoja de vida es la pincelada que lo plasmó de cuerpo entero, en el último acto de su biografía pública.
En ceremonia sobria, discreta, sin protagonismos ni discursos grandilocuentes, enmarcada en la elegancia de su Palacio Municipal, el Ayuntamiento de la población natal que tanto quiso, lo despidió de la manera más congruente con su personalidad. Fue esa sencillez el mejor homenaje para un hombre que nunca la perdió, ni por haber alcanzado presencia nacional.
No obstante la práctica exitosa del futbol, fue introvertido y poco sociable, recordaba su amigo de los años estudiantiles Francisco Jiménez Camacho.
Abogado de formación y con interés por la política, Lugo Verduzco tuvo en Javier Rojo Gómez un mentor, cuando el destacado político ya había pasado por la experiencia de perder la candidatura que lo hubiera llevado a la presidencia de la república. Lo visitaba, contaba, en su despacho de las calles de Vallarta en la Ciudad de México, donde pese a la diferencia de edades hablaban lo mismo de la práctica jurídica que de la complejidad de gobernar y, por supuesto, de la actividad fundamental de los políticos.
Don Adolfo se decantó por el derecho en la administración pública. Después de estudiar en Europa se empleó en el gobierno federal donde inició una exitosa carrera hasta que su compañero del Colegio Cristóbal Colón, Miguel de la Madrid, ya presidente de la república, lo llevó a la dirigencia del Partido Revolucionario Institucional.
Reservado y prudente como era, será difícil conocer su testimonio de un momento clave que cambió el rumbo del país del cual él fue protagonista: el surgimiento de la Corriente Democrática que devino en la más notable escisión priísta. Sí conocemos opiniones como la de Porfirio Muñoz Ledo respecto de la actitud asumida por el entonces líder nacional.
De alguna manera aquel quiebre adelgazó sus posibilidades en la sucesión presidencial y empujó la salida hacia la gubernatura de Hidalgo. El inicio de su gobierno no fue terso, el talante del gobernador contrastaba con el de su antecesor, y las circunstancias de su arribo no empataron fácilmente con una clase política que desde 1975, con la desaparición de poderes, había alterado los equilibrios tradicionales.
En ese ambiente ríspido conocí a don Adolfo y traté a su operador de mayor confianza, don Mario Higland, un experimentado burócrata de altos vuelos. En la acalorada mesa de discusión me enfrenté, temerariamente, a la sapiencia de Guillermo Kelly, su consejero jurídico, y entonces subdirector de Asuntos Jurídicos de la presidencia de la república. Fueron situaciones muy álgidas que una vez resueltas propiciaron una relación diferente.
Recibí de su calidad personal y de servidor público cuando, sin resentimientos, apoyó desde la presidencia del INAP a la carrera de Administración Pública entonces bajo mi dirección. Continuó una comunicación siempre amable, en muchas charlas de sobremesa donde apenas si llegaba a deslizar comentarios que a buen entendedor daban pista de acontecimientos y personas. Ni una palabra más ni una de menos, decía Alejandro Straffon Ortiz, de su afecto.
El sobrio elogio del licenciado Jorge Rojo García de Alba le da dimensión en nuestra historia.
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