No hay ninguna duda de que Andrés Manuel López Obrador pasará a la historia del país como un político que rompió paradigmas. Un político testarudo que logró su objetivo de llegar a la presidencia de la república después de tres intentos y que desde el Ejecutivo federal ha impulsado un estilo diferente de dirigir al país. Aún es muy poco tiempo para saber si este modelo político y económico que ha trazado a lo largo de tres años es el que el México requiere para dejar atrás la miseria en la que por décadas han vivido millones de mexicanos, pero de que el tabasqueño ha dado un vuelco al statu quo que prevalecía, no está a discusión.
Las formas en su estilo de gobernar podrían ser lo de menos: las incansables conferencias de prensa en donde pocas son las novedades o decisiones de gobierno a transmitir al pueblo; o el bombardeo a través de redes sociales de todas y cada una de sus actividades; el machacar hasta el cansancio como adoctrinamiento que su gobierno es diferente al pasado y que el neoliberalismo y sus representantes son la peor pesadilla que ha vivido México.
El fondo es lo que debe ponerse en la balanza a la hora de hacerse un juicio sobre el lopezobradorismo: las reformas en materia energética para que el Estado mantenga la rectoría en la electricidad y el petróleo; la vuelta atrás a la reforma educativa de su antecesor Peña Nieto, con lo que se dejó de evaluar a los maestros para lograr una plaza o un ascenso; la desaparición de fideicomisos y con ello la extinción de programas que afectaron a cientos de personas. La reforma en materia judicial para elevar a nivel de delito grave a la corrupción o la reforma constitucional para establecer como un derecho para los grupos vulnerables los programas sociales.
López Obrador va apenas a la mitad de su mandato. Y a estas alturas, la herencia que dejará a los mexicanos será, además del Tren Maya, el aeropuerto Felipe Ángeles o la Refinería Dos Bocas, obras monumentales que el tiempo dirá si valió la pena invertir en ellas, reformas en materia constitucional que impactan desde ya en las presentes y futuras generaciones.
De ahí que la salud personal del presidente sí sea un tema de interés público. El mismo mandatario lo sabe al grado que él mismo se ha encargado de hablar en su mensaje del sábado de un tema que pareciera tabú. Un mandatario sano es garantía de estabilidad y certidumbre política. Un jefe de estado en buena condición física facilita el buen entendimiento diplomático y comercial con otras naciones. Por eso es menester que desde las altas esferas se informe con oportunidad y sin especulación respecto a, incluso, las visitas de rutina del mandatario a sus médicos de cabecera.
Qué bueno que el presidente tiene listo su testamento político. Faltaba más de un hombre convencido de este proyecto llamado Cuarta Transformación, pero confiamos, como dice él, que no sea necesario conocerlo durante muchos, muchos años.
Twitter: migueles2000
Comentarios: miguel.perez@hidalgo.jornada.com.mx
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